miércoles, 8 de febrero de 2017

Arthur Schopenhauer



Arthur Schopenhauer Escribía en uno de sus cuadernos personales: “Conoce la verdad en ti, conócete a ti mismo en la verdad, y verás en un instante que eras tú lo que durante tanto tiempo e inútilmente habías buscado, la anhelada y soñada patria en lo general y en lo particular, y te reconocerás entonces envuelto con asombro en ese lugar: allí roza el cielo a la tierra”

Desde su más temprana juventud, Arthur Schopenhauer (1788-1860) decidió dedicar sus esfuerzos a investigar por qué el dolor, el sufrimiento y, en definitiva, el mal acecha y condenan a un mundo en principio inocente. Sin embargo, también en sus años de adolescencia, el joven filósofo hizo un descubrimiento del todo fundamental: existen situaciones y coyunturas en las que nuestro ánimo parece liberarse de los grilletes del mundo y de sus relaciones meramente causales, para ascender a un universo en el que la paz del corazón y el ánimo sosegado brotan con una prístina claridad.

En este contraste y permanente lucha entre el aspecto más oscuro y el más luminoso de la vida se jugará el perpetuo combate que la voluntad, esencia del mundo, mantiene consigo misma en busca de la final redención.

"Toda filosofía y cualquier consuelo brindado por ella no consisten más que en la constatación de que hay un universo espiritual en el que, separados de todos los fenómenos del mundo externo, podemos contemplarlos desde un elevado pedestal con la tranquilidad de no vernos involucrados en ellos, aun cuando la parte nuestra que corresponde con el mundo tampoco pueda ser obviada sin más." - (Schopenhauer)





Schopenhauer contempla la posibilidad de ser salvados (redimidos) de una vida cuya esencia es una extraña y ominosa mezcla entre lucha y dolor. Pero en ello radica la “gran verdad”: la posibilidad de la negación de la voluntad de vivir, del dispositivo que permite poner en juego este teatro de marionetas movidas al son de un fatal ser. La penuria, la aflicción y la injusticia que padecemos a lo largo de nuestra existencia albergan una causa ontológica, en el ser, pues es la voluntad misma la que está manchada. Es el principio y artífice del mundo el que contiene el defecto primigenio. Estamos heridos fatalmente por una enfermedad ontológica. La existencia, por sí misma, se halla extraviada. Así, leemos:

[M]ientras nuestra voluntad sea la misma, nuestro mundo no puede ser otro. […] [C]uán escabroso resulta existir como una parte de la naturaleza lo experimenta cada cual en su propio vivir y morir. Por consiguiente, hay que considerar la existencia como un extravío cuya redención es desistir del mismo: la existencia siempre porta ese carácter. […] De hecho, como fin de nuestra existencia no cabe indicar nada salvo el conocimiento de que sería mejor que no existiéramos. Ésta es la más importante de todas verdades y por eso hay que explicitarla… (MVR II, Cap. 48)

La desgracia y la calamidad quedan aseguradas en la afirmación constante de la voluntad de vivir. “Querer vivir” no es fruto de la procreación ni perece con la muerte, sino que siempre existe, aunque resulta patente que la propagación de la especie provoca la caída en la funesta reiteración de dolor y muerte (en el saṃsāra hindú). Por eso, estima Schopenhauer, el pecado de Adán no fue otro que el de la satisfacción del instinto sexual. Todo acto sexual esconde, a su juicio, un hecho vergonzoso: el de perpetuar el mal de la voluntad, pues todo deseo nos ancla al mundo y, con Adán, nos convertimos en hijos de la tierra y del polvo. En una anotación de sus manuscritos, fechada en 1815, escribe tajantemente Schopenhauer:

Teniendo presente lo ético, establecido en diversas formas, digo: tomar alimento supone la afirmación de la vida hasta la muerte; satisfacer el deseo sexual supone, sin embargo, la afirmación de la vida más allá de la muerte: es, en cierto modo, el pacto de sangre con el diablo. De ahí que el primer grado de ascetismo sea la absoluta castidad, y el último, la muerte por inanición. (HN I, 317)

Siendo, pues, la propia existencia lo que desde el principio se encuentra corrompido, la salvación no supone un simple cambio, sino una total conversión de nuestro ser. Nuestra vida se vuelve otra. A este giro radical lo llamará Schopenhauer de muy distintas formas, entre las que cabe destacar: a) nacimiento de un hombre nuevo que suprime al viejo (ya hastiado de la vida, agotado); b) como una liberación y ruptura definitiva respecto a la cadena de actos, en la que se da la supresión de la dualidad que gobierna el mundo (Vedas, “Moksha”); c) en clave luterana, como una “regeneración” (Wiedergeburt) o un renacimiento causados por la gracia.


Comprendemos enseguida, prosigue Schopenhauer, que la necesaria salvación consiste en volvernos lo opuesto a lo que somos. Mientras nuestra voluntad permanezca igual, nuestro mundo tampoco podrá cambiar. Lo que ha de ser rescatado, liberado del dolor y de la muerte no son los fenómenos del mundo, sino su esencia, la voluntad que palpita en nosotros. Así, dado que el querer sostiene el mundo, la salvación consistirá en la liberación de ese mismo querer. Como más tarde escribiera bellamente Fernando Pessoa, “Ser es razón para dejar de ser”. Y es que, a ojos de Schopenhauer, el único fin legítimo de la existencia es el de convencernos de que sería mejor no existir.

Estamos ya en condiciones de asegurar que la cesación de la voluntad sólo podrá ser comprendida como una negación de la voluntad. No se dará una auténtica salvación y redención de la vida y del dolor sin una completa negación de su esencia. Una negación que no se refiere tan sólo al “no” que la voluntad refiere a los objetos de sus deseos, sino que afecta a la radical oposición frente a la realidad positiva, al querer en el que consiste el ser. Se trata, pues, de una negación ontológica, que nada tiene que ver con el suicidio (en el que la voluntad quedaría rendida, derrotada).

Pero ¿cuál es el factor que nos encamina a la final negación? Schopenhauer dirá que consiste en una cierta concepción de lo real que revela la unidad y unicidad del ser del mundo y su condición, una concepción -la única- que posibilita el fin de la manifestación de la voluntad, la salvación, la total redención (Erlösung). La voluntad, así, sólo queda suprimida a través del conocimiento.

Con arreglo a todo ello, los genitales son el auténtico núcleo de la voluntad y, por consiguiente, el polo opuesto del cerebro, del representante del conocimiento, esto es, la otra cara del mundo, del mundo como representación. […] En cambio, el conocimiento ofrece la posibilidad de suprimir el querer, de salvarse mediante la libertad, de sobreponerse y aniquilar al mundo. (MVR I, § 60)

En un entendimiento que descubre tal verdad tiene su origen la bondad perfecta y el amor a la humanidad, reconociendo como propios todos los dolores del mundo. De esto modo, resulta ser la compasión (Mitleid) el genuino fundamento de la moral.

La voluntad es en “en sí” de cada fenómeno, pero ella misma, en cuanto tal, se ve libre de las formas del fenómeno y por ello de la pluralidad; con respecto al obrar, yo no sé expresa esta verdad más dignamente que por medio de la ya citada formulación védica del Tat twam asi (Eso eres tú). Quien sea capaz de expresarla ante sí mismo con claro conocimiento e íntima convicción sobre cualquier ser con el que entre en contacto, se asegura con ello toda virtud y bienaventuranza, emplazándose en el camino directo hacia la salvación.

Una salvación que, sin embargo, es alcanzada por muy pocos, por los elegidos, por los auténticos santos, pues en la mayor parte de los seres humanos predomina el temor hacia la muerte, que se alza, a juicio de Schopenhauer, como “el auténtico genio inspirador o musageta de la filosofía y por eso ésta fue definida por Sócrates como ‘preparación para la muerte’. […] El animal vive sin conocer verdaderamente la muerte […]. En el hombre, con la razón, comparece la espantosa certeza de la muerte”.

Así, lo que realmente confiere a nuestra biografía su singular y ambiguo carácter es que en ella se entremezclan constantemente dos fines primordiales que, además, resultan ser diametralmente opuestos: a) el fin primordial de la voluntad individual, orientado hacia una felicidad y dicha quimércias (inmersa en una existencia efímera, onírica y engañosa), y b) el fin del destino, conducente a la destrucción de esa misma felicidad, hacia la mortificación de la voluntad y la supresión de la ilusión que nos ancla fatalmente al mundo. Algo que, sin duda, nos recuerda a las enseñanzas del desasimiento esgrimidas por el Maestro Eckhart.

En definitiva, la asunción de los dolores del mundo, ajenos a nuestro fenómeno individual, funda la única vía para la salvación, a la que se arriba, sin embargo, a través de una dolorosa renuncia y tras sufrir una inmensa pena en sí mismo. Aunque, por este camino, finalmente la individualidad queda suprimida y es absorbida por el todo. El dolor, pues, no es más que nuestra guía hacia el más puro fin de la vida: la destrucción del influjo de la voluntad de vivir.

Los infortunios de todo tipo y envergadura, aun cuando todavía le duelan, dejarán de sorprenderle, al haber comprendido que justamente el dolor y las tribulaciones trabajan para el verdadero fin de la vida, el abandono de la voluntad de vivir. […] La totalidad de la existencia humana expresa con suficiente claridad que el sufrimiento es su verdadero destino. […] El sufrimiento es, de hecho, el único proceso de purificación gracias al cual, en la mayoría de los casos, se santifica el hombre, es decir, se le aparta del falso camino de la voluntad de vivir.



  Presentamos a continuación un diálogo ficticio preparado por Carlos Javier González Serrano, presidente de la Sociedad de Estudios en Español sobre Schopenhauer:

Corría el mes de febrero de 1854. Hacía algunos días que, en una librería de viejo de Dresde, había dado con una obra singular de título algo pomposo: El mundo como voluntad y representación, escrita por un tal Arthur Schopenhauer. ¿Schopenhauer? ¿Quién era Schopenhauer? Hojeando algunas de sus páginas caí en la cuenta, no sin sorpresa, de que en aquel mamotreto su autor aseguraba haber encontrado el misterio último del mundo, la esencia que todo lo envuelve, una extraña e irracional “voluntad de vivir”.

Me decidí, aunque contrariado, a adquirir el volumen. Al llegar a casa, y tras comenzar a leer, no pude abandonar el libro hasta que los primeros rayos de sol, que anunciaban la aurora de una nueva jornada, hirieron las paredes de mi pequeño apartamento. ¡Una nueva aurora! ¡La llegada de un nuevo sol! ¡Eso mismo presagiaba Schopenhauer! En aquel instante, henchido de una desbordada pasión, puse rumbo a la estación (aún con la ropa del día anterior y sin apenas haber probado bocado en las últimas quince horas), con la esperanza de reunirme con ese hombre al que casi por instinto consideraba ya mi maestro. Pero ¿a dónde dirigirme?

No contaba con que el Destino sólo muestra algunas de sus cartas y guarda el resto para sorprendernos. Al salir de casa me topé con el encargado del correo, que traía telegrama urgente. En él pude leer: “La solución es voluntad. El oráculo está en Frankfurt, y se llama Arthur Schopenhauer”. Al parecer, alguien se había adelantado en mi descubrimiento. Confirmé mis sospechas al comprobar el remitente: se trataba de un viejo amigo de la infancia que por entonces comenzaba a hacerse célebre como músico, Richard Wagner.

–Maestro, he leído con fruición su obra principal, y he descubierto…

–¡Descubrir! Todo estaba ya descubierto. Sólo hacía falta que alguien como yo viniera al mundo y tradujera la sabiduría milenaria a caracteres comprensibles para todos. Y aun así habrá quien siga creyendo en las grandilocuentes paparruchas de ese Hegel, que ya cría malvas desde hace tiempo, afortunadamente.

–La voluntad, qué singular concepto.

–¿Singular? ¿Concepto? Pero ¿me ha leído usted atentamente? ¿Y dice usted que se declara discípulo mío? No me haga reír y vuelva a estudiar mis obras, esta vez con tesón. Desde muy joven cobré consciencia de que un inamovible motor, tan perverso como inconsciente, hacía mella en todo lo existente. Allá donde fuera (y créame, viajé mucho en mi infancia gracias a mi padre) encontraba por doquier la misma manifestación de eso que erróneamente llama usted “el concepto de voluntad”. La voluntad no es un concepto, es nuestra más sublime intuición, que llegamos a conocer a través de las confesiones de nuestro cuerpo. La voluntad es lo que envuelve el universo, lo que le procura movimiento y lo que, a la vez, hace que todo ser se devore a sí mismo en una perpetua escena teatral.

–¿Teatro? ¿Así que somos marionetas?

–Permítame decirle que hace usted gala de una magnífica incultura. ¿No ha leído a los grandes pesimistas de las letras españolas? ¿Calderón de la Barca, Baltasar Gracián? La más errónea y arraigada creencia del ser humano es pensar que ha nacido para ser feliz. La voluntad nos empuja, en una perpetua lucha, a hacernos cargo de desbordados deseos que nunca encuentran una satisfacción definitiva, y cuando esos deseos parecen haberse apaciguado, llega al paso el terrible aburrimiento, que nos convierte en un ser despreciable que deambula a oscuras en busca de un nuevo deseo que satisfacer.

–Entonces, ¿cómo podemos alejarnos de ese horrible mecanismo que nos encadena a desear eternamente?

–La voluntad acecha, mi querido pupilo, y tenga presente que es tentar al hombre dejarle elegir. ¡Porque siempre elegirá el mal! Además, no somos libres, téngalo en cuenta. El determinismo más absoluto imprime su sello en todo lo que ve. Sólo una lúcida y permanente negación de esa voluntad, a través del ascetismo más puro, puede lograr acabar con el funesto imperio de la voluntad.

–¿Y cómo la negamos? ¿Es el suicidio entonces la salida a este entuerto, maestro?

–¡Deje de decir sandeces y léame, léame con fruición! El suicidio es, junto a la sexualidad, la trampa más tenaz que la voluntad nos tiende. Quien comete suicidio no acaba con la voluntad, sino que se rinde ante ella. Aunque existen profundas oscuridades en nuestro ánimo que son difíciles de explicar…

–¿Profundas oscuridades? Y si me permite, ¿qué encuentra en la sexualidad tan deprimente? ¿Acaso el placer no es también necesario para caer en la cuenta de que esa voluntad ha de ser superada?

–El placer nos vapulea, nos conduce a la envidia y nos hace creer que en este mundo de ilusiones y quimeras es posible encontrar la felicidad. Métaselo bien en la sesera: el dolor y el sufrimiento son los goznes del universo. Sólo ellos pueden hacernos ver que la mejor existencia es la que pasa indolora, tranquila y soportablemente. La sexualidad reproduce ese dolor y ese sufrimiento de manera indefinida. Y por eso debemos defenestrarla.

–Por hoy tengo suficiente materia de reflexión…

–¡Jamás! ¡Jamás se tiene suficiente materia de reflexión! Tenga por regla bastarse a usted mismo y no depender de nadie. Guárdese de mantener esperanzas ilusas, y recuerde que nunca, sin excepción, habrá una victoria sin lucha. ¡Libre en su ánimo esta batalla, y hágase fuerte leyéndome!

–Espero que nos volvamos a encontrar, maestro.

–¡Lo haremos! En el seno inmortal de la voluntad, en la vida eterna de la naturaleza, o acaso en la nada… ¡Pero léame, léame y descubrirá la verdad!




Sobre Arthur Schopenhauer:

Arthur Schopenhauer nace en Dánzig, actual Gdansk (Polonia), en 1788. Aunque pasó la mayor parte de su vida bajo la sombra de un doloroso anonimato (a pesar de haber publicado una importante y voluminosa obra en dos volúmenes bajo el título de El mundo como voluntad y representación, así como otros opúsculos filosóficos), actualmente es considerado uno de los pensadores con mayor influencia en la filosofía y la literatura de finales del XIX y todo el siglo XX. Artistas, filósofos y literatos como Pío Baroja, Richard Wagner, Cioran, Kandinsky, Tolstoi, Thomas Mann, Beckett, Unamuno, Wittgenstein, Nietzsche, Freud o Borges fueron grandes lectores de Schopenhauer, hoy reconocido como el padre del irracionalismo y del pesimismo moderno. A partir de 1850 cobró gran fama y fue bautizado como “El Buda de Frankfurt”: a él acudían todo tipo de gentes como si de un oráculo se tratara. Sus días terminaron en la ciudad alemana de Frankfurt, en 1860, al amparo de una dulce y postrera fama.


Extractos de Carlos Javier González Serrano. - https://elvuelodelalechuza.com/